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El régimen militar, la derecha y la “campaña anti-chilena”.

Publicado en Le Monde Diplomatique

El exilio y la solidaridad internacional con la oposición a la dictadura, objeto de numerosos estudios, testimonios y documentales, son hitos bien conocidos del pasado de este país. Menos atención ha sido prestada, en cambio, a la respuesta que el régimen y sus partidarios articularon para hacerle frente al aislamiento internacional y a la “campaña anti-chilena” en el exterior[1]. En esa encrucijada, amplios sectores de la sociedad chilena, consolidaron un conjunto de representaciones sobre Chile y el mundo que persisten hasta el día de hoy. Estas fueron el producto del desencuentro entre el Chile pinochetista y los que consideraba sus referentes naturales en el mundo externo, los países del Occidente “avanzado” que, en la mayoría de los casos (y más allá de los vaivenes de la política norteamericana), se sumaron a esta campaña contra la Junta: una “traición” con que negaron a Chile ciudadanía en ese mismo mundo occidental al cual sentía pertenecer, convirtiéndolo así en un “país paria”. Un problema que se agudizó durante los Ochentas, cuando la injerencia de estos actores externos (desde los partidos socialistas y DC del viejo continente, hasta la misma administración Reagan) se hizo particularmente presente en el escenario nacional, con presiones para facilitar una transición democrática en línea con lo experimentado en el sur de Europa y América latina.  

Darle respuesta a esta situación se tradujo en un rompecabezas para el régimen de Pinochet. En los foros internacionales, se preocupó de denunciar el trato discriminatorio que le era reservado. Al mismo tiempo, a través de las misiones diplomáticas, buscó una estrategia de difusión hacia afuera, que permitiera “controlar” los daños. La idea era vender la imagen del nuevo Chile que estaba en proceso de construcción. En esa línea, boletines, publicaciones y charlas apuntaron a mostrar un país en camino hacia una plena democracia haciendo gala de los éxitos del modelo socio-económico. Este esfuerzo acompañó el constante intento de los representantes del gobierno, así como de la derecha civil y empresarial, para construir relaciones con gobiernos, políticos, empresarios y académicos extranjeros. La dictadura pudo contar con algunos amigos. No muchos, pero muy influyentes. Bien conocida es la actitud positiva de los exponentes del neo-liberalismo económico y, en cierta medida, del neo-conservadurismo norteamericano. También el régimen recibió comprensión y una cierta dosis de simpatía desde Gran Bretaña y la Alemania federal, beneficiándose de la venia del thatcherismo y de la CSU de Strauss. No obstante, pocos fueron los que se demostraron disponibles a respaldar públicamente la dictadura chilena: a menudo se trataba de contactos poco útiles, como el diario franquista El Alcázar en España o el neo-fascismo italiano.

Sin embargo, para entender el legado de esa coyuntura en la identidad de nuestra derecha criolla, importa más bien poner atención al conjunto de discursos que se generaron en la propaganda oficial y en la prensa para aglutinar el consenso interno. El nacionalismo fue la tónica principal, con su corolario de llamados a la unidad nacional contra un implacable enemigo externo. “Los chilenos no aceptamos lecciones de nadie. ¡Venga de donde venga!” proclamaba el mismo Pinochet en el discurso presidencial de 1987. De paso, se buscaba arrebatarle a la izquierda una de sus armas favoritas, el anti-imperialismo: Chile era un David en lucha contra un poderoso Goliat y los políticos de la oposición, con sus redes internacionales, unos vendepatrias. Por otra parte, los izquierdistas también podían ser representados como “jovencitos de bien” que, protegido desde afuera e intoxicados de ideas foráneas, llevaban unos pocos cesantes al terrorismo, según decía el director de la CNI Odlanier Mena a la revista Que Pasa (24-30 enero de 1980). Una sentencia que convergía con la elaboración de sectores más refinados intelectualmente que, abrigándose de ideas que venían de los maestros del conservadurismo chileno, como Jaime Eyzaguirre, apelaban a defender “el cuerpo de la Nación” y la “idiosincrasia del país” de la penetración de ideas y modelos culturales foráneos. Estas, a su vez, junto con otras tendencias socio-culturales de las democracias occidentales, eran presentadas como síntoma de decadencia. Decadencia que, justamente, ayudaba a explicar la “traición” perpetuada hacia Chile.

Se sedimentaba en esta lectura la idea que Chile “venía de vuelta”, como expresaba la misma declaración de principios de 1974. Chile tenía que dar lecciones y podía presentarse como modelo alternativo para Occidente. Pretensión que se podía fundamentar en el mismo proyecto refundacional del régimen y en la síntesis entre neoliberalismo y conservadurismo valórico, que inspiró la nueva derecha hija de la dictadura. En el análisis proporcionado por revistas como Realidad y Que Pasa, la hegemonía de ideas izquierdistas, liberal, socialdemócratas o de “nueva izquierda”, hacía el juego a la penetración del marxismo internacional. El Estado del Bienestar y la crisis de los valores morales tradicionales, a su vez, explicaban la pérdida de vigor de estas sociedades frente a la amenaza comunista, y servían como una respuesta a los ataques sobre la violación de los derechos humanos. El estatismo era criticado por oponerse a la libertad individual fomentada por el “modelo”. Las leyes que legalizaban practicas anti-conceptivas eran comparadas a un genocidio, análogo a los perpetrados por los grandes totalitarismos. Solo un mes después del plebiscito, Jaime Guzmán se preguntaba “¿Dónde se respetan o se violan más los derechos humanos? ¿En Chile o en países como Francia?” (La Tercera, 20 de noviembre de 1988).

Este conjunto de ideas – la decadencia occidental, la difusión del izquierdismo, los fracasos del Welfare State, la crisis de la moral tradicional – servía para legitimar, a partir del supuesto fracaso de otras experiencias, lo ineludible de las opciones seguidas en Chile en materia económica, social y cultural. También, generaba una convergencia con tendencias que marcaban, o estaban destinadas a marcar, la realidad mundial: el neo-liberalismo, el neo-conservadurismo, como también el fenómeno teo-conservadurista y la nueva agenda valórica de la Iglesia Católica. Esta confluencia de ideas y análisis permitió a partidos como la UDI posicionarse en el marco de tendencias fuertes en el mundo del giro de milenio.

Fuente Le Monde Diplomatique

 

  • Dr. Alessandro Santoni
  • Historiador
  • Instituto de Estudios Avanzados - USACH

[1] Este artículo se basa en los resultados del proyecto CONICYT/FONDECYT/REGULAR/N° 1160017, enfocado justamente en esta temática.